Alexandro Saco
La oposición al aborto no tiene que ver con la defensa de la vida, sino con el control sobre los cuerpos y su intimidad vía la ley. Si bien se han producido avances en el sentido de aminorar las pretensiones y la eficacia del poder del Estado y de la Iglesia Católica sobre la libertad humana, es claro que uno de los reductos de esa pugna es el control de la concepción humana. La Constitución no señala que el concebido sea una persona humana; existe un salto interpretativo arriesgado. El artículo dos inciso uno, marca una diferencia entre persona y concebido; le otorga algunos derechos condicionados y no plenos como al ser humano nacido. Si bien ese artículo se refiere a los derechos de la persona, excepcionalmente se refiere al concebido; no es posible extrapolar derechos plenos a una excepción dentro del mismo artículo.
Es oportuno preguntarse si los que dicen defender al concebido y le otorgan el estatus de persona, cuestionan las condiciones que llevan a los humanos a soportar vidas indignas. Son los mismos sectores, los que en su afán de control, buscan que las condiciones que llevan a la inequidad, a la discriminación y a la pobreza persistan. En pocas palabras, los que defienden impermeablemente la continuidad de un futuro ser humano, avalan la muerte de millones de otros, afianzando las condiciones en que millones de humanos sobreviven; condiciones que sin mucho ruido eliminan cada año a millones de, en este caso sí, personas.
Si en realidad profundizáramos en la defensa de la vida, lo primero que habría que hacer es reconocer que la vida es una entidad única, más allá de que sea humana o no. Sostener la defensa de la vida, sólo abarcando la humana, es parte del antropocentrismo: principal causante de la probable inviabilidad, en un plazo corto, de todas las vidas que habitan el planeta. Es nuevamente incoherente levantar la defensa de la vida de un futuro ser humano, mientras se desconocen las otras vidas que habitan el planeta y se contribuye a la continuidad de un esquema que como es conocido, elimina a distintos tipos de vida constante y sistemáticamente. Discutir sobre la vida pasa por salir del estrecho margen de la vida humana para reflejarnos en las otras vidas.
Volviendo al campo humano, el aborto es un tema de salud pública. La religión tiene tanta autoridad para intervenir en el debate como la tiene un físico cuántico para debatir sobre la literatura de Arguedas. Como tema de salud pública y de derecho, estos campos están obligados a adecuarse a la realidad, no a negarla; es decir, el derecho nada gana penalizando una práctica continua y constante, así como la salud pública gana mucho brindando las condiciones para que una práctica masiva sea atendida como las otras situaciones que afectan la salud de hombres o mujeres.
El aborto no es un acto en el que la mujer o la pareja se levantan alegres una mañana decididos a cortar la posibilidad de una vida futura; es un proceso complejo y doloroso, que lleva a los límites de la sensibilidad, de las posibilidades vitales y que como en el caso del suicidio, requiere de una dosis de valentía que la mayoría de opositores a estas decisiones de seguro jamás tendrá. Es falso que la legalización del aborto en todas sus formas pueda derivar en el incremento de éstos. La evidencia demuestra lo contrario y señala que la muerte materna se reduce cuando se dan las condiciones sanitarias adecuadas para esta práctica. Así, la discusión en realidad no es sobre el aborto terapéutico, eugenésico o por violación, sino por la normalización de todo tipo de aborto.
Esa normalización pasa no por la caricatura de que habrán colas de mujeres abortando, sino por informar a las mujeres o parejas que lo decidan, de todo el riesgo que ello implica, de las consecuencias de una interrupción abrupta el embarazo, y de ir hacia un horizonte de protección social en el que las prioridades del Estado se den sobre la base de la realidad y no sobre la base de entidades irreales como las que crea la religión, que pueden ser muy respetables en la vida privada o del grupo, pero inaceptables en las políticas públicas.
Un Estado liberal y democrático se sustenta en la separación de poderes y en la no injerencia de fantasmas en sus decisiones, más aun si éstos, como los de Iglesia Católica, arrastran una historia negra de muerte, opresión y alianza con las perores influencias que ha tenido la humanidad. No es sólo el aborto lo que está en juego en la actual situación, es todo el horizonte de libertades y derechos que no deberán seguir siendo tutelados por agentes sin autoridad para hacerlo. Y para ello, como nos lo ha demostrado nuestra historia reciente, es necesario iluminar la realidad antes que ocultarla. Esa realidad nos señala que el aborto ya es un método de planificación familiar y lo que habría que hacer para reducirlo es afrontarlo.
Alexandro Saco
24 10 2009